viernes, 20 de febrero de 2015

Sarita y el maguey gigante


(Historia levemente basada en hechos reales)




Grabé en la penca de un maguey tu nombre
Unido al mío, entrelazados”


Hoy os voy a contar una bonita historia. Ese cuento que todos los que han paseado cerca de algún maguey han querido contar pero no saben darle la forma adecuada. La bella historia de Sarita, la que a todos se les viene a la mente en cuanto dan el segundo o el tercer sorbo del primer mezcal de cada velada, que siempre han querido contar pero que misteriosamente olvidan al cuarto o al quinto sorbo. Os la voy a contar porque yo estuve allí, y sé cuál es el cuento verdadero de Sarita y el maguey gigante.

Sarita era una niña como todas las demás. Quizás más simpática, probablemente mas pizpireta, seguramente más risueña, pero como todas las demás. Una niña con sueños y desvelos, con ganas de crecer pero con miedo a hacerse demasiado mayor. Como casi todas las niñas. En aquellos tiempos, Sarita gustaba de pasear conmigo. Con prisa pero con pausa, sin rumbo pero a bonitos sitios. Yo siempre le quería enseñar bellos lugares, seguramente para provocar esa sonrisa que tenía cuando le ilusionaba algo y que a mí tanto me gustaba. Pero aquel día nos perdimos. Supongo que nos pusimos a jugar a aquello tan nuestro de hacernos reír y reírnos de todo que cuando nos dimos cuenta, no sabía por dónde íbamos y empecé a notar que ella empezaba a sospechar algo. Para no intranquilizarla, porque ya tenía yo bastante con mi nerviosismo, y para que no se diera cuenta de nada, hice como otras veces, distraerla con todo lo que veíamos a nuestro alrededor. Mira aquellos de allí, observa esto de por aquí, no te pierdas eso de allá… Hasta que Sarita, como tantas veces en las que le pasaba algo por la cabeza y quería llamarme la atención, agarró mi mano un poco más fuerte de lo normal.





- ¿Quién es Brenda? - Me dijo
- ¿Brenda? No sé, ¿Brenda Walsh? - Le dije yo con mi extraña costumbre de volcar fuera de mi cabeza toda la basura televisiva acumulada tantos años.
- No, Brenda, la que pone ahí…
Me señaló un maguey pero no sabía a qué se refería. Hasta que la miopía me dejó ver cómo en una de las pencas de aquel maguey estaba marcado el nombre de Brenda.
- ¿Brenda? Debe ser alguien que ha decidido poner su nombre en el maguey porque no tenía nada mejor que hacer.
- ¿Nada mejor que hacer?
- Sí, la gente, a diferencia de nosotros, se aburre muchas veces y hace esas cosas.
- Pero, ¿Eso no le hace daño al maguey?
- Puede ser. Pero así su nombre queda grabado en el maguey y piensan que estará para siempre. ¿No conoces la canción?


Grabé en la penca de un maguey tu nombre
Unido al mío, entrelazados”


Pero ya no estaba escuchándome. Tenía hambre y se olvidó del maguey, de Brenda y hasta de mí. Así era Sarita cuando tenía hambre. Y le pasaba muchas veces al día…

Una vez que había saciado su apetito, volvimos a nuestras conversaciones. Como siempre. Con la diferencia que aquella vez yo sabía que Sarita no estaba en la conversación. Estaba en otro sitio. Estaba pensando en todas las pencas de todos los magueis que había podido ver en su vida y en todos los nombres que podían tener marcados. Hasta que no aguantó más y volvió al tema.

- ¿Por qué la gente graba sus nombre en las pencas de los magueis?
- Pues no sé. Supongo que para que queden ahí para siempre.
- Pero, si queda ahí para siempre, ¿Qué le pasa al maguey? Ya no es el mismo que cuando no está marcado, ¿No?
- Seguro. Los magueis crecen. Como tú. Se van haciendo mayores y luego sirven para hacer mezcal.
- ¿Qué es el mezcal?

Y ahí creo que la vida de Sarita cambió para siempre. Su inocencia infantil se contaminó del proceso de elaboración del mezcal. Le hablé de la selección y el corte del ágave, del horneado o cocimiento de la piña del mismo, de la molienda o machacado, de la fermentación natural y de la destilación. Su mirada se iluminó. Como se suelen iluminar las miradas de todos al tomar un par de tragos de mezcal. Pero lo que realmente dio luz a su mirada para siempre, fue probarlo.

Un buen tiempo después, Sarita ya era mayor, le gustaba mucho el mezcal, y bastante menos yo. Ya no paseábamos tanto pero compartíamos mezcales de cuando en cuando. Ella era una auténtica entendida en el tema y los tiempos en los que me preguntaba ávida y curiosa se cambiaron por darme autenticas lecciones de todo lo que yo, más inexperto y cansado, menos entendido en casi todas las materias, necesitaba saber y ella quería contarme. Sobre todo de mezcal, magueis y demás.

- ¿Sabes? Este mezcal es muy bueno. Quería que lo probaras.
- Está rico, sí – Dije sin dar mucha importancia a aquello que estaba tomando que me estaba pareciendo el mejor mezcal que había probado jamás.
- Es el que tomo yo. Me encanta y quería que lo probaras.
En aquel momento me di cuenta de que no sabía si aquel mezcal era tan maravilloso o la situación de tomármelo con ella, y que Sarita fuera la que lo quisiera compartir conmigo era lo que lo hacía tan mágico.
- ¿Qué tiene de especial? -Pregunté ingenuo como tantas otras veces que hablaba con ella desde que dejó atrás sus años infantiles en los que nos conocimos.
- ¿De verdad quieres saberlo?
- ¡Claro!
- ¿Puedo confiar en ti?
- ¿Cuándo no? ¿Lo dudas?
- Es un mezcal especial.
- Ya lo noto.
- No. Cuando digo “especial” no es una palabra sin fondo, algo dicho sin más. Es realmente ESPECIAL.Y tú tienes mucho que ver en ello.

Me sentí alagado. Creí que lo especial sería por lo mismo que creía que me estaba sabiendo tan rico: por beberlo acompañados el uno de la otra. Pero no. Con Sarita no todo puede explicarse y nada es lo que parece. Y entonces empezó a contarme aquella historia. Esa que todo el mundo quiere contar sin saber bien por qué al segundo o tercer sorbo del primer mezcal de cada velada.

Sarita desde bien pequeña, desde aquel día que vimos a Brenda en la penca de ese lejano maguey, empezó a mirar por todas partes buscando nombres en las pencas de los magueys. Vio de todo, según me contó. Hasta algún corazón que destrozaba completamente la penca porque eliminaba un trozo para hacerse visible y dejar mirar por él. Como si alguien hiciera un hueco en el tronco de un árbol por el que poder mirar para marcar un corazón en él. Y de tanto mirar, tuvo una idea. Una de esas ideas de niña inquieta que tantas veces han podido cambiar el mundo. Porque, eso no os lo he dicho todavía, Sarita aunque no lo dice porque probablemente ni siquiera ella lo sabe, quiere cambiar el mundo. Pensó que todos esos nombre que están en las pencas de los magueis tenían que valer para algo. Para algo más de quedar constancia de una persona, un amor o una circunstancia. Para llegar a algún sitio, para significar algo más. Y cayó en la cuenta de que si grababa su nombre en la penca de un maguey que luego iba a convertirse en mezcal, su nombre iría en la bebida.

Empezó a colarse en campos de maguey a marcar las pencas con su nombre y luego con el tiempo a comprar mezcal allí. Para beberse. Para sentir que algo de ella le volvía con cada sorbo de mezcal.

Pero, inquieta e inconformista, pensó que podía ir un poco más allá. Y vaya si lo hizo. Consiguió dinero para pagar a una cuadrilla que pusiera su nombre en todas las pencas de todos los magueis del campo donde salía el mezcal que más le gustaba. Así se aseguraba, pensó, que toda aquella producción de mezcal llevaría su esencia. Todos beberían algo de Sarita porque así, marcadas, venían todas las pencas de los magueis utilizados.

Empezó a obsesionarse con ello. Ya no le bastaba con controlar con su nombre una producción puntual de un tipo de mezcal. Cuando se vive la realidad de estar en el paladar de todos, una quiere más. Quiere controlar el mezcal. Porque si controla el mezcal, controlas el mundo. Al menos eso pensaba. Al menos en México. Comenzó a dedicar todo su tiempo a ello. ¿Recuerdas ese tiempo que no nos veíamos nunca y que no sabías por qué? Pues estaba de campo a campo de maguey, sin parar. Estaba realmente obsesionada con ello. No dije nada. Sarita siguió contando como aquello empezaba a terminar con su vida. Como de tanto esfuerzo y enfermiza obsesión, ni ganas de mezcal tenía después.

Y ahí es donde se dio cuenta de que nunca una niña como ella podría controlar algo tan grande. Me empecé a asustar con el relato e incluso los últimos tragos de mezcal que tomé mientras la escuchaba me estaban quemando demasiado al pasar y estaban haciéndome un nudo en la garganta. No te preocupes. Fue un impulso. Un impulso que duró demasiado quizás, pero como todos los impulsos, pasó. Lo dejé enseguida y con el tiempo me dediqué a mi propia y modesta producción de mezcal, que es el que estamos tomando ahora. No acabó de sonarme del todo bien. No ya. Los tragos, a diferencia de los que siempre compartía con ella, me estaban resultando muy difíciles de tragar.

- ¿Me estás contando que olvidaste tus intenciones de dominación mundial por medio del mezcal y “modestamente” te has decantado por una pequeña producción propia?
- Algo así.
- No sé si creerte.
- Nunca te he mentido.
- Me da miedo.
- No tienes nada que temer ya.
- ¿Por qué compartes esto conmigo ahora?
- Ya te lo he dicho. Quien bebe este mezcal, bebe de mí. Y ahora yo decido quién bebe conmigo porque es a quién doy mi mezcal. El mezcal que salió de aquellos ágaves que tenían una penca con mi nombre. Es una forma de comunión más perfecta que cualquiera.

No respondí. No le había preguntado eso. Le había preguntado que por qué me contaba la historia. Que por qué no se limitaba a compartir el mezcal sin contar nada. Que por qué me lo contaba ahora precisamente. Pero no le dije nada. Le agradecí que quisiera tomar conmigo y que fuera tan importante para ella. Sin duda para mí también era algo mágico, casi místico. Estaba tomando mezcal que venía de un campo de magueis con pencas en las que ponía Sarita. Y eso era fascinante.

Días después la invité a salir un rato. Cuando llegó, le tenía una cerveza preparada. ¡Toma! le dije.

- ¿Hoy no quieres mezcal?
- No. Hoy invito yo. Esta cerveza en muy especial.
- ¿Especial?
- Si. Cuando digo “especial” no es una palabra sin fondo, algo dicho sin más. Es realmente ESPECIAL.Y tú tienes mucho que ver en ello.
- ¿Yo?
- Sí. Tú. Esta cerveza la compartimos los dos.

Hoy Sarita sonríe como sólo ella sabe hacerlo cuando tomamos esa cerveza o aquel mezcal. Sarita ya sabe que da igual que marque su nombre en la penca del maguey o no. Que ese mezcal o esta cerveza sabe a ella, sabe a mí, y es la mejor que podemos tomar porque la bebida no tiene importancia en sí. Podría tomar con quien quisiera y conseguir lo que trataba de hacer marcando aquellas pencas con su nombre. Porque con quien tomara sentiría lo que ella quería que sintiera por tomar juntos. Lo que rodea a esas bebidas es lo realmente importante. Y lo importante en ese preciso y precioso instante seremos ella y yo. Y quizás algún día volveremos a grabar en la penca de un maguey nuestros nombres...


No sé si creas las extrañas cosas
Que ven mis ojos, tal vez te asombres
Las pencas nuevas que al maguey le brotan
Vienen marcadas con nuestros nombres.”





B.S.O.: "La Ley del Monte" (Vicente Fernández)

P.D.I: Desde la redacción de este blog se recuerda a cualquier persona que pase por aquí y lea esto, que Sarita es un nombre utilizado con fines narrativos en esta historia y que no debe ser pronunciado nunca de viva voz. Si alguien pretende referirse a la protagonista y mentora de esta historia, que ha tenido a bien dejar que la hiciéramos pública por aquí, deberá hacerlo como Sara y con el mayor de los respetos (a menos que se le indique lo contrario). 

¡GRACIAS, SARA!

P.D. II: En la elaboración de esta historia no ha sufrido daño ningún animal ni ningún maguey.








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